sábado, 12 de enero de 2008

MISIÓN DELA IGLESIA

1) ANUNCIAR LA SALVACIÓN

“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén”.

Mateo 28: 19-20

La iglesia es un organismo vivo que debe moverse, proyectarse, adaptarse, transformarse. No es un ente inerte sino que la dinámica es inherente a su misión. La iglesia debe alcanzar, debe ser itinerante, su presencia es multinacional y no debe conformarse a cubrir exclusivos ámbitos.




Y este interés ambicioso de la iglesia de extenderse por toda la tierra, no se ancla sólo en la dimensión geográfica (llegar a todos los lugares de la tierra), sino que precisa entenderse también en los términos de sortear los múltiples obstáculos de carácter sociocultural radicados en la orbe: cosmovisiones, filosofías, estructuras económicas, ámbitos intelectuales, etc. Y esto es porque la meta de la iglesia trasciende las expectativas y aún limitaciones que supone nuestra condición humana y responde más bien a los anhelos sobrenaturales cuya fuente misma se hallan en el corazón de Dios: “la meta de la iglesia es alcanzar el corazón del hombre”, así, la meta de la iglesia es la meta de Dios.

La iglesia debe proclamar a lo largo y ancho de la tierra la Salvación de Dios.

Como un megáfono incesante pero armonioso, debe anunciar al hombre que más allá de sus narices y más bien, muy cerca de su corazón, se halla la respuesta que trae sosiego a la vastedad de sus inquietudes existenciales. “En Cristo está la salvación”, este claro pero profundo anuncio debe ser la prédica que da sentido a su misión.

2) PROPORCIONAR MEDIOS DE ADORACIÓN

“Venid, aclamemos alegremente a Jehová; Cantemos con júbilo a la roca de nuestra salvación. Lleguemos ante su presencia con alabanza;
Aclamémosle con cánticos. Porque Jehová es Dios grande,
y Rey grande sobre todos los dioses”. Salmo 95: 1-3

La misión de la iglesia no se limita al alcance de hombres para el Reino de Dios, también la iglesia debe conducir al hombre a favorecer una relación con Dios. Es curioso, pero parte esencial de Dios es que le agrada ser adorado y esto, más allá de una intención megalómana, responde a su conocimiento profundo de que toda criatura encuentra sentido a su existencia cuando le adora. En realidad Él no busca adoración para recibir, sino para dar. En el acto de adoración el hombre se nutre de la fuente misma, Él es todo y da lo necesario para que el corazón del hombre halle deleite en su existencia.

La iglesia entonces, entendida como cuerpo, debe concebir, enseñar, propiciar, facilitar y dirigir espacios que permitan al creyente acercarse a Dios. Por supuesto, este proceso debe estar inspirado por Dios, pero como es propio de Él, da libertad al hombre para que lo conciba conforme a la multiforme creatividad con lo que lo ha dotado.

Así pues el arte en todas sus expresiones debe ponerse al servicio de esta empresa monumental de acercar al creyente a Dios: la música, la literatura, la pintura, la escultura, todas ellas deben ser formas que la iglesia debe y puede incorporar en su ejercicio catalizador de acercar al hombre a Dios.

Por supuesto, si bien la iglesia ha incorporado muchas de estas expresiones artísticas al cumplimiento de su misión (verbigracia la pintura religiosa) no se puede desconocer que ha sido poco ambiciosa en explotar aún más el inmenso potencial creativo con que Dios le ha creado. Verdaderamente, trayendo a colación la parábola de los talentos, la iglesia ha enterrado una buena parte de su capital.

Este hecho quizás se deba a que la iglesia no ha logrado ser cabalmente lo que debería ser. Permeada por corrientes de pensamiento, postrada a los pies de intereses económicos o políticos, desdibujada por razonamientos humanistas, la iglesia en muchas ocasiones ha denotado una marcha antálgica en el cumplimiento de su misión.

Pero esto no supone en manera alguna que toda su tarea haya sido errática. No quiero pintar solamente una descripción fatalista de la iglesia, más bien me acerco con un mirada autocrítica que espero pueda nutrirse de objetividad.

La iglesia debe proporcionar medios de adoración, esta es una declaración que se acuña a todos los períodos de la historia. Y esto es porque la historia misma cambia.

Las formas de adoración a través de la historia no son las mismas: No son iguales los métodos utilizados por la iglesia descrita en hechos, no son iguales las estrategias aplicadas en el Siglo XV ni hoy en día existen idénticas maneras de concebir el espacio de adoración. Si bien existen algunas formas perennes o históricas como lo son la oración y el cántico, éstas mismas se han manifestado de forma heterogénea. Y esto es lógico porque Dios nos ha hecho diversos, ricamente diferentes.

La era posmoderna demanda nuevas variantes en las formas de adoración “históricas” y la reincorporación de otras que por el desuso resultan apremiantes a nuestra época. Una de las marcas de la Postmodernidad es el poco interés por el razonamiento y su inclinación por lo emotivo. Sugiere esto que deba eliminarse totalmente la adopción de espacios racionales como la “predicación”? En forma alguna, más bien supone la necesidad de incorporar otros medios que puedan capturar la atención del creyente y no creyente a fin de que la iglesia pueda comunicarse en el lenguaje de su tiempo, ser pertinente a los códigos de comunicación de la época. En medio de una cultura tan visual será apropiado llenar de imágenes la predicación y apoyarse en otros medios que comuniquen con mayor intensidad el mensaje redentor que conduce al hombre a la adoración.

3) PROPICIAR COMUNIÓN RELIGIOSA
“Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca”. Hebreos 10:24 - 25
Quizás sea este uno de las más importantes obras de la iglesia. El hombre es social por naturaleza, Dios le ha creado con el potencial de interactuar con otros, de aportar a otros y enriquecerse con el aporte de los demás. La comunión en la iglesia proporciona al hombre un valor inigualable, que prácticamente ninguna otra esfera de relación en su compleja dinámica de existencia, le brinda.

Y esto es porque el creyente no se reúne sólo para socializar, sino fundamentalmente para compartir su fe en Dios, una fe que se asocia con la totalidad de los aspectos de su vida, una fe que tiene algo para decirle al amigo, al adversario, al “otro” que ahora no es una entidad ajena sino que hace parte juntamente conmigo de un cuerpo, el otro que ahora es mi hermano, en la fe.
En el marco de la comunión que ofrece la iglesia el creyente aprende los fundamentos básicos de la fe que profesa. No es posible concebir la vivencia cristiana marginada de la comunión. La sola naturaleza de Dios en su condición de Santísima Trinidad, nos sugiere la coexistencia en sí de tres personas: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La comunión es inherente a Dios y ese carácter comunitario debe ser vivenciado por la iglesia. En la iglesia se aprende sobre Dios a nivel intelectual (clases dominicales, predicación, otros espacios de formación), pero en tanto la fe cristiana no es solo intelectual, en la iglesia se aprende el amor de Dios, el perdón, el servicio, la compasión, y en general el significado latente de ser hijo de Dios.

4) ELEVAR EL NIVEL MORAL

“Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa.”
Mateo 5: 13-15

Quizás sea este uno de las obras más inspiradoras de la iglesia para el creyente. El propósito del llamado que Dios hace al ser humano cobra aquí un sentido singular. El llamado de Dios no se reduce a la investidura de un “traje anticonflagración” que ha de brindarle protección de las llamas letales del lago de fuego; más bien comporta el propósito de contar con la recia voluntad del creyente de ser luz en la tierra que resplandece en medio de las densas tinieblas que se ciernen sobre ella. La depravación moral gestada en el Edén intoxicó el corazón humano, mancilló su pureza y lo tiñó de hollín del infierno: “Alea jacta est”. No obstante, en medio de ese panorama sombrío y desconsolador, despuntó en medio de la eternidad el auxilio de la Gracia, para venir a limpiar las manchas, para convertir el corazón del hombre y hacerlo faro que alumbra con poder, que da testimonio, cuya luz de potentes vatios (30.000, 60.000, 100.000), ilumina con la verdad y transforma de manera crucial la historia.

La iglesia, entonces, precisa entender su llamado en la conexión inherente con la modificación de sus realidades inmorales.

No debe permanecer neutral o imparcial ante las manifestaciones descaradas de injusticia; más bien debe levantarse inconforme para cuestionar, para desafiar, para “revelar” el punto de vista del Reino de Dios. Al fin y al cabo, no es la injusticia humana encendida desde el infierno la que tiene la última palabra sobre el desenlace de la historia, sino la Palabra del Reino de Dios.

El teólogo Caleb Mesa sostiene: “Los cristianos sabemos contar mejor la historia… porque conocemos su final”.

Esta proclama resulta urgente para nuestros tiempos; la iglesia debe levantarse con convicción para proclamar la Palabra de Verdad y así transformar las infames condiciones que aquejan a la humanidad.

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